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La palabra y el arte: un reencuentro con el Diablo

Después de mucho tiempo, volví a encontrarme con Jaime Tereba, más conocido como El Diablo, artista urbano, escultor, pintor y profundo defensor de la cultura moxeña ignaciana. Lo conozco desde hace más de dos décadas. Durante años, visitó el Centro San Isidro, donde contribuyó desde el arte a un sueño colectivo: convertir ese espacio en el primer Barrio Cultural y Deportivo de Bolivia.

Nuestro reencuentro comenzó con una promesa. La noche anterior, en una conversación intensa y honesta, me comprometí a visitar su casa, su taller, su galería… su refugio. Me habló del esfuerzo que implicó levantar su propio techo. Hablamos entonces del poder de la palabra. Coincidimos en algo esencial: las personas de bien somos seres de palabra.

Al día siguiente, a las cinco de la tarde, me preparé para cumplir lo pactado. Le escribí para confirmar, y su respuesta fue directa:

—¿Vas a cumplir tu palabra?

—Claro que sí —le respondí—, mándame la ubicación.

Yo estaba en el centro de Santa Cruz de la Sierra. Al abrir el mapa que me envió por WhatsApp, me di cuenta de que su casa estaba lejos, muy lejos: a más de una hora de viaje. Pero un compromiso es un compromiso, y emprendí camino.

Atravesé la rotonda del Plan 3000, tomé la avenida Paurito, pasé frente a El Castillo, crucé el mercado Los Pocitos, el bullicioso mercado del Quior, y llegué al Gallito. Doblé a la derecha, seguí por la avenida Santa Cruz, me interné en el distrito 12, pasé por el colegio Senobia Aponte y, tras un kilómetro de calles de tierra, divisé a lo lejos unas plantas, una pared pintada con un mural vibrante y dos esculturas de madera de gran tamaño.

No había duda: era la casa de un artista.

Jaime me recibió tallando un tronco. Saludé a Esther, su compañera de vida, a quien también conozco desde aquellos años fundacionales. Estaban sus hijas, y en ese ambiente íntimo, entre madera, pigmentos, libros y sueños, recorrimos su casa y su galería. “Aquí está mi casa”, me dijo, “pero también mi sueño”. Me compartió su mundo.

Hablamos de todo: de la cultura moxeña ignaciana, de la Ichapekene Piesta —la gran fiesta de San Ignacio de Moxos, reconocida como Patrimonio Cultural Inmaterial de la Humanidad por la UNESCO—, de los Achus, los míticos personajes danzantes de la celebración. Jaime es uno de ellos. Año tras año, se compromete con su comunidad: dona insumos, gestiona recursos, promueve el compartir en los días de fiesta. Este año, junto a otros artistas, prepara una serie de actividades en Santa Cruz para recaudar víveres y fondos que serán destinados al pueblo indígena moxeño.

Me mostró libros, pinturas, esculturas. Su galería no es solo un espacio de exhibición: es un manifiesto vital. Un testimonio de lucha, identidad y resistencia cultural.

La noche cayó casi sin darnos cuenta. El frío empezó a calar los huesos. Era hora de marcharme, pero me fui distinto. Como ocurre cuando uno entra en contacto con la palabra viva, con la memoria hecha arte, con los gestos silenciosos pero profundos de quienes no olvidan de dónde vienen.

El Diablo sigue allí, fiel a su nombre y a su causa: irreverente, creador, guardián del fuego ancestral que no se apaga.

Muchas gracias querido amigo, éxitos en todo lo que haces.

Juan Pablo Sejas.

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