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Mune: cuando el arte es raíz, rebeldía y ternura

Era el año 2015. El sol de la tarde se filtraba por las rendijas del Centro San Isidro, cuando de pronto unos golpes en la puerta rompieron la calma. Salí a ver quién era y me encontré con cuatro jóvenes que venían a conocer el lugar y coordinar acciones. Los hice pasar, claro. Reconocí al instante a uno de ellos: Pajarito —así lo conozco—, en ese momento líder del grupo de teatro “Al Ser Vicio Público”.

Pero en esta historia quiero detenerme en otro de los muchachos. Delgado, de mirada chispeante, short negro, polera, y ese cabello lacio largo que no se ocultaba del todo con su gorra. Más allá del atuendo, lo que realmente me atrapó fueron sus ojos: negros, profundos, brillantes.

Siempre he creído que cuando los ojos brillan, es porque el alma quiere decir algo.

Así conocí a Mune —aunque su nombre real es José Vargas—. Venía con sus compañeros de la Escuela Nacional de Teatro, bajo el ala de “Al Ser Vicio Público”, una agrupación inquieta, irreverente y potente —Esa será otra historia—. Desde aquel día hicimos muchas cosas por las periferias, hasta ahora, caminamos muchas veces juntos en la defensa de eso que amamos: el arte, y con el arte, la transformación social.

Tiempo después, sentí la necesidad de escribir sobre él. No solo por su talento desbordante como actor, rapero y gestor cultural, sino por la coherencia de su andar, por esa forma de estar en el mundo con los pies en la tierra y el corazón en las alturas. Le pedí una entrevista. Aceptó. Nos sentamos a charlar, y lo escuché hablar con el mismo fuego que vi en su mirada aquella tarde de 2015.—Por cierto, Mune es otro ciudadano que habita el Plan 3000, o quizás el Plan 3000 lo habita a él—.

—¿Quién es Mune?, le pregunté.

Soy ese chico de barrio que jugaba en la calle, bailaba, contaba historias y soñaba con ser futbolista, cantante, escritor… hasta que conocí el teatro. Ahí pude ser todo lo que siempre quise ser.

Me habló de su infancia en la provincia Germán Busch, en la frontera con Brasil. De cómo el idioma portugués fue, al principio, una barrera y luego una puerta. De cómo, en medio de esos contrastes, nació en él la urgencia de contar historias.

Antes de dedicarme al arte, fui jalacables, camarógrafo, reportero. Pero el arte me llamaba con fuerza. Un día lo dejé todo… y me entregué a las tablas.

La conversación viró al rap, otro de sus lenguajes vitales. Para Mune, el rap y el teatro no compiten, se abrazan. Se alimentan. Son dos trincheras que se funden en una misma batalla.

El teatro me enseñó a habitar el escenario con todo mi ser. El rap me dio la voz. Juntos, son mi forma de resistir, de sanar, de compartir.

No canta para llenar estadios ni bolsillos. Lo suyo va por otro carril.

No podría cantar sobre algo que no me atraviesa. Vengo de un lugar donde la tierra arde, donde la cultura resiste. Yo elijo hablar de mi gente, de mi territorio, de las heridas y memorias que no se deben olvidar.

La música de Mune no es entretenimiento: es memoria viva, grito político, ternura feroz. Es denuncia del extractivismo, revalorización de culturas originarias, búsqueda de justicia.

Sé que este arte no siempre te da dinero, pero te llena el alma. Y si una canción puede encender una idea, ya vale más que cualquier cifra.

Pero no se queda en el discurso. Lo suyo es acción concreta: talleres en comunidades, funciones en mercados, canciones en plazas, obras en barrios. Donde haya alguien que quiera escuchar, ahí estará.

Busco generar oportunidades que yo no tuve. Que el arte llegue a los rincones donde está la gente común, la que lucha día a día.

No le interesa ser famoso. Le interesa sembrar conciencia. Levantar preguntas. Abrir caminos.

Con Mune no solo hablé del arte. Hablamos también de Luisa Sánchez Domínguez, su abuela isoseña: tejedora, narradora, sabia de monte y río. Me dijo que ella le enseñó a escuchar, a andar con respeto, a descubrir el valor de las raíces.

Y yo, que conozco de cerca la fuerza de las abuelas, supe entonces que todo tenía sentido.

Mune no actúa, habita. No canta, grita con belleza. No predica, siembra.

Y si alguna vez se cruzan con él en alguna calle, escenario o comunidad, deténganse a mirarle los ojos. Verán cómo todavía brillan como aquel primer día. Porque hay almas que no necesitan palabras para contar su historia.

Ahí está el arte.
Ahí está la raíz.
Ahí está Mune.

Juan Pablo Sejas

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